El lenguaje universal de la sonrisa. Crónica de nuestro Viaje a Viena 2009 (I)
Todo camino, tiene un principio; todo camino, se inicia por un determinado momento que nos incita a dar ese paso que nos conducirá a nuestro tan ansiado destino. Algunos destinos, tienen billete de ida y vuelta; otros, no. En mi caso, el billete era de ida y vuelta, aunque a día de hoy tiene claras expectativas de que pueda repetirse; tal vez por un período de tiempo mayor al que hemos gozado, pero todo dependerá de los acontecimientos venideros. Un viaje que tenía un mayor aliciente por la sorpresiva posibilidad de montarme, por primera vez en mis casi 27 años de existencia en el mundo, en un avión. Y no una vez, sino cuatro. Quizás, todos aquellos que han sufrido en sus carnes un vuelo de casi cuatro horas de duración (Málaga-Madrid, 60 minutos; Madrid-Viena, 2:50 horas), se dejen llevar por ese relativo cansancio que todo viaje largo ocasiona, más en el cuerpo que en el alma, obviando tal vez por unos minutos preciosos las razones que los llevaron a emprender un largo viaje. Olvidan que sus ojos contemplan un espectáculo visual mucho mayor que el que jamás hubieran imaginado, dejándose cegar por las esperanzas de llegar a encontrarse, más pronto que tarde, con un cómodo colchón en el que descansar sus fatigados huesos. No fue éste nuestro caso... Y es que, atónitos, pese a la oscuridad que envolvía la ciudad imperial, nos dejábamos deslumbrar por la magnificencia de los edificios, grandiosos en todo su esplendor; por la luminosidad de sus calles, por el encanto del Danubio que, lejos de ser aquel río azul que Strauss nos dibujó de forma romántica en sus valses, reflejaba unas estrellas que parecían ser el vivo reflejo de mis ojos. Nuestros pasos resonaban fuertemente en unas calles parcialmente vacías, unas calles por las que apenas paseaban unos pocos transeúntes que, amablemente, nos indicaban el camino a seguir para llegar a nuestro hotel, situado en la Margaretstrassen nº 53, a tan sólo diez minutos del centro de la ciudad. El inglés, esa lengua universal que había considerado parcialmente inútil en mis primeros años de existencia, me dio la clave para entenderme con aquellos que, pese a expresarse en una lengua para mí desconocida, como es el alemán, se ofrecían a prestarnos su ayuda desinteresada. Sonreímos. Ellos nos sonreían.
Fue en ese momento, y en otros muchos que se sucedieron, cuando entendí algo que muy pocas veces nos paramos a pensar. Por encima de toda comunicación, hablada o escrita; por encima de toda lengua, de toda canción o melodía; por encima de todo eso, existe un lenguaje universal que se yergue como llave que abrirá todas las puertas que podamos encontrarnos, la llave auténtica que determinará nuestra vida... La comunicación universal de la sonrisa. Y es que, a lo largo de nuestro viaje, la sonrisa ha sido la principal protagonista; la sonrisa de esa ciudad situada en el norte de Europa en la que, pese a las bajas temperaturas y a los pequeños copos de nieve que nos saludaban cada mañana, encontré una calidez con la que nunca hubiera podido soñar. Sentaos a mi alrededor, poneos cómodos, dejad volar vuestra imaginación si queréis, pero prestad atención al sonido de mi voz, que ansía transportaros a tierras lejanas, a esas tierras de mis sueños. Quizás mis palabras carezcan de la belleza o la musicalidad que la narración mereciera; quizás carezcan de una magnificencia que sólo es posible vislumbrar a través de los sentidos; quizás no sea digna de describir con palabras aquello para lo que aún no se ha inventado el perfecto calificativo. No obstante, lo intentaré... Sentaos, escuchad... El viaje comienza...